lunes, 18 de julio de 2011

A propósito de Umberto D

Por: Carlos E. Angarita

Pudo haber sucedido antes de la segunda guerra mundial. O pudo ocurrir recién inició la postguerra. O puede ser una situación de hoy. Lo cierto es que la película Umberto D, producida en 1952 y dirigida por Vittorio De Sica, expresa una (in)sensibilidad propia de la sociedad capitalista muy cercana a la (in)sensibilidad de cualquier guerra: para sobrevivir yo, debo dejar morir al otro (como hace la economía capitalista), o matarlo si es preciso (como se hace en la guerra). En tal sentido, el filme es una denuncia de una sociedad que se levanta sobre las ruinas de los seres humanos.

La película comienza con un picado en panorámica: unos edificios gigantes se doblan sobre una mediana masa de hombres, cuando éstos caminan con pancartas por las calles, exigiendo el aumento de sus mesadas pensionales. Los buses parecen atropellar a estos viejos, pues siguen su curso por las arterias viales como si aquellos no existieran. A medida que la cámara se acerca a estos ancianos, lentamente, se resalta su actitud altiva a través de planos medios y de ligeros contrapicados. Pero muy pronto se esfuman sus pretensiones: los jeeps policiales hacen la tarea que los buses de servicio público no completaron y dispersan fácilmente a los ancianos que reclaman su derecho a sobrevivir. La cámara, finalmente, sigue a un hombre canoso, con corbata y sombrero, vestido de paño y que se ha hecho acompañar de un pequeño perro de manchas negras y blancas: son Umberto Doménico Ferrari y su mascota Flike. En adelante, la narración continuará de su mano para descubrir poco a poco la hondura humana del drama social: a De Sica le importa más lo primero, pues es el rezago último de lo segundo.

Umberto D lucha por sobrevivir. Es la idea más obvia que aparece en la historia. Vende un reloj antiguo de pulso y unos libros que mucho estima, muy por debajo de su precio comercial. Pero eso no alcanza, ni juntándolo con su pensión, ni para pagar el alquiler del cuarto donde lleva alrededor de 20 años, ni tampoco para comer. Entonces se alimenta, junto con Flike, en comedores de beneficencia. E intenta obtener la ayuda de viejos colegas, todo en vano. Deambula por calles que pertenecen a autobuses y a tranvías y a gente que es transportada como borrega, siempre a las carreras. Y llega a su habitación donde todo es hostil: una dueña que le exige el pago, que lo insulta y lo humilla, pues alquila en su ausencia, por horas, el cuarto y su cama a furtivas parejas. Alrededor suyo, todos lo victimizan, con la agresión o con la indiferencia disimulada; pero un poco más lejos, el espectador, a medida que pasa el tiempo del filme, no sólo no lo hace, sino que, al contrario, se coloca de su parte y quiere darle la mano que nadie le ofrece, y desea cada vez más hacerle sentir, como lo hace su mascota, que está de su parte. Es el plano más profundo de la narración, el de la sensibilidad humana, extrañamente muy cercana a la canina.

Detrás de su lucha material hay algo de mayor hondura que mueve a Umberto D: la búsqueda de alguien con quién relacionarse. No basta que alguien le compre sus objetos y enseguida lo despida, como hace el mendigo; ni que alguien lo salude formalmente y le niegue su tiempo, como hace su antiguo colega, todavía funcionario; de nada sirve descubrir que hay otros ancianos como él, asistidos por la caridad del Estado; tampoco se trata de que la empleada doméstica le dé, a escondidas, algún pastel y que, a su vez, admita ser maltratada por su patrona y por sus amantes. Él ansía otra cosa: que lo reconozcan como ser humano, como persona. Ser reconocido es experimentar que alguien sabe de su dignidad. La dignidad se reconoce, no se tiene. En el fondo, Umberto D le pide a la sociedad que le reconozca su dignidad, “solamente” eso, y que no lo humille. El espectador lo quiere hacer, tal vez inconscientemente, mediante los recursos cinematográficos que utiliza De Sica: presentar al protagonista en plano medio, en plano americano y en un ligero contrapicado con lo cual, progresivamente, va realzando la imagen de su dignidad.
La trama de la película, en su interior, no “resuelve” esta carencia. Parece una historia escéptica, marcada por el intento de suicidio colectivo que incluye a Umberto D y a Flike, un anciano y una mascota, que nada significan para la sociedad. Pero queda el espectador que a estas alturas ya se siente más que cercano a estos dos personajes y que descubre, junto a ellos, que la vida no es más que eso que empiezan a ver: unos niños que juegan, libres, y se acogen sin más pretensión que experimentar la alegría del momento, con quien sea, porque el extraño, si entra en la lúdica, deja de serlo… Aquí la película se hace humanamente universal.

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