domingo, 13 de mayo de 2012

Doña Bárbara

Director: Fernando Fuentes
México, 1943

Por Carlos E. Angarita S.


1943. Plena Época de Oro del cine mexicano, emblema de toda América Latina. Bajo la dirección de Fernando de Fuentes aparecía la película Doña Bárbara, nacida catorce años antes de la pluma venezolana de Rómulo Gallegos. El mismo narrador fungía ahora como guionista del filme. El lenguaje cinematográfico, en reciente ascenso, tomaba prestada una historia literaria para leer el proceso de modernidad del continente. Dos estéticas, pero, acaso, ¿exactamente la misma historia? 

Las sociedades latinoamericanas venían abriéndole paso, en su seno, al proyecto modernizador. Se trataba de dejar de depender del único legado con el que apenas se contaba: la naturaleza. En este hemisferio también parecía posible acceder a las mieles del progreso moderno. Sin embargo, no estaba clara la fuente de su dulzor: ¿en el desarrollo material?; ¿en la cultura?; ¿en el orden político? El debate se había iniciado en las letras, donde las posturas divergían: el argentino Domingo Faustino Sarmiento, en Facundo, civilización o barbarie (1845),defendió la tesis de eliminar, así, como textualmente se lee, todo lo que representara el atraso; Ricardo Güiraldes, de modo distinto, reivindicaba con nostalgia los valores atávicos del gaucho o estanciero de la pampa, representado en Don Segundo Sombra (1926); por la misma época, el colombiano José Eustasio Rivera describía un hombre que huía desilusionado del corazón de la civilización y era devorado por La Vorágine (1924) de la selva esclavista; en búsqueda de una postura intermedia,  Rómulo Gallegos imaginaba, en Doña Bárbara (1929), la posibilidad de civilizar la barbarie del llano venezolano mediante la ley y las instituciones sociales y políticas. Esta interpretación es la que recreó de Fuentes, en un México donde, desde aquel momento, supuestamente avanzaban las instituciones del Estado moderno, fundado a partir de la revolución de 1910.

En la película, Doña Bárbara -encarnada por María Félix-representa inicialmente una belleza silvestre. Es violada sin piedad en una embarcación por cinco piratas. Similar violación padeció la naturaleza virgen latinoamericana a lo largo de su historia. De dicha violencia nace otra mujer, la vengadora, la devoradora de hombres, la que somete sin piedad la tierra llanera, aquella misma que se pierde en el horizonte infinito. Se trata de una feminidad que seduce, embruja y doblega a su antojo a todo varón que se atreva a insinuársele o a desafiarla. Doña Bárbara decide caprichosamente qué hacer con los hombres: al igual que la naturaleza, con sus rayos y truenos, los toma, los asusta y los deja según su deseo. El patriarcalismo tosco está maniatado a los designios de la Doña. Empero, todo esto se le cuenta al espectador y poco se le muestra en imágenes. En la novela, en cambio, está cuidadosamente descrito. Por eso la idea extrema de una naturaleza-hembra que se impone, va cediendo prontamente en el filme, desde cuando se cae el espejo de las manos de Doña Bárbara, justo a la llegada de Santos Luzardo a la región. En adelante, la rudeza de la cacica va sucumbiendo ante este joven hacendado “bien parecido”, quien la confunde, sin proponérselo, como lo hacen los espejismos del llano. A la postre ocurre algo diverso al clásico esquema melodramático: el personaje malo se transforma por una especie de proceso consciente, simbolizado en las voces que de sí misma escucha Doña Bárbara. Por tanto el espectador no tiene por qué odiar indefinidamente su maldad y de ella sólo quedará una leyenda. Tal leyenda permanecerá en la realidad a cargo de María Félix, quien como artista se encargará de mantener viva la ficción de ser una mujer devoradora de hombres.

Paulatinamente irá creciendo otro tipo de seducción y de belleza, la apolínea y de buenas formas de quien se educó en la capital. Santos Luzardo es un modelo de hombre y prototipo humano también. Es el ideal perfecto. Pero, al cabo, ideal. Llega para disolver con argumentos racionales la ley del llano, afincada en la fuerza y la mentira, y para hacer prevalecer la ley jurídica, que es justa y verdadera. Llega para transformar las costumbres e instaurar la moral limpia. Llega para educar en el buen lenguaje, el correcto. Llega para aniquilar brujerías y supersticiones. Llega y se queda para siempre. Con Santos Luzardo termina el miedo en la región. Instituye una tierra demarcada dentro de los límites exactos de linderos y cercas, los de la propiedad privada. Lo hace por la vía de la persuasión y del convencimiento férreo, y no por la del asesinato, el que por un momento creyó haber cometido en defensa personal. Más allá del horizonte natural del llano, inventa con su gesta un horizonte humano, el de su mirada infinita con el que cierra el filme. Es tan ideal tanta bondad que cuesta creer en ella: el espectador, quizás, no la rechaza, pero tampoco la hace suya.

En medio de los dos, Marisela, hija no de una violación de la que fue víctima su madre, sino de la pasión e instinto con los que en adelante ésta se vengó del mundo. Parida por la decadencia de un modo de ser feudal que se ahogaba en el alcohol (Lorenzo Barquero) y por Doña Bárbara. De semejante unión no podía nacer sino una salvaje, en el sentido más radical del término. Nada más propicio para la acción redentora de Santos Luzardo, quien le limpia angelicalmente su rostro, la encanta y la hace suya. Marisela es entonces semilla de una nueva tierra, digna de ser amada por el hombre moderno, esto es, de ser poseída por él.
No obstante, más que la leyenda y que el ideal, se quedan con el espectador las imágenes de lo vernáculo. Aquí radica la diferencia entre la historia cinematográfica y la literaria: en la película son más cercanos los personajes secundarios y los hechos cotidianos y populares (la conversa y el trabajo o el café en grupo), mientras que en la novela la fuerza la absorben los protagonistas con los cuales el autor construye su tesis civilizatoria. En esta Doña Bárbara lo real popular parece seducir y convencer más, a pesar de sus inevitables contingencias. Indudablemente esta perspectiva es el mayor logro estético del filme, en el que ya se introducen rasgos del entretenimiento como el canto y el baile, los cuales van a distinguir especialmente al cine mexicano.

Algunas figuras son verdaderamente destacables. Juan Primito con el doble juego  de reverenciar y resistir a su ama y con el inequívoco papel de desvelar los intríngulis y significados de las supercherías dominantes, sin necesariamente desaparecerlas; también nos regocijade él la virtud extrema de quien, sin condición alguna,  acompañó a Marisela, la hija abandonada por Doña Bárbara. En otra orilla, Carmelito López nos sugiere la desconfianza natural del campesino que no entrega a ciegas su confianza al patrón recién llegado; al contrario, lo pone a prueba. Y desde el punto de vista del poder, en el coronel Pernalete se muestra la acción militar, al estilo criollo, que sirve a la cacica. Para la época, Don Guillermo revela el oportunismo gringo que conoce las formas del poder local y las usa para su propio beneficio.

Mezcla cinematográfica de sabor mexicano con ingredientes venezolanos. Un esfuerzo válido, en la primera mitad del siglo XX, para ir construyendo el rostro de lo latinoamericano, con un lenguaje estético que apenas se empezaba a conocer por estos lares.

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